El Maravelí

Ilustración: Javier Berján

El Maravelí


Cuando se escucha el nombre del Maravelí en alguna ensenada de Tumaco, en los tranquilos y melancólicos playones de Buenaventurao en las riberas del Anchicayá, surgen evocaciones que de modo inevitable aceleran los corazones.
Pescadores, bogas, artesanos de la fantasía y escribanos de la realidad, afirman que la aparición de esta soberbia embarcación viene siempre acompañada de voces inquietantes voces y desgarradores sonidos. Al poco tiempo de romper la línea del horizonte con su figura parece sentirse el denso aroma de un efluvio amoniacal.  
Sin embargo, este casi erótico magnetismo que arrastra embarcaciones, que enceguece el buen juicio del laborioso pescador y que destroza el tejido de las atarrayas, no es menor que el terror indecible de quienes se han visto eclipsados por las soberbias sombras de su esbelta cubierta y de su erecto mástil; por un diabólico y desvencijado velamen de infieles: los tripulantes del Maravelí, con sus memorables rostros dantescos,  que desde la borda, cantan y  cuentan los aquelarres, las orgías de sangre, los festines de muerte y las ceremonias de horror… Se intuye entonces que el Maravelí es quizás uno de los tantos nombres del diablo.                    
En este intento por nombrar al Maravelí, hace falta un fragmento. La aparición de este barco – dicen con voz trémula sus aterrados testigos – merced a eléctricos y punzantes estremecimientos que sacuden hasta  las quietudes eternas de las rocas, hace trizas la tranquilidad de los mortales pacíficos y subleva las angustias y miedos guarnecidos de los corazones solitarios que no pueden comprender nunca cómo un paisaje que convida a los infinitos placeres de la vida, se puede transformar, por obra y gracia de este luciferino vehículo, en un viaje al horror que unas pobres palabras no pueden describir.